Absolutamente moderno

La batalla librada entre los libros en papel y sus contrapartidas electrónicas aún está lejos de resolverse y es difícil anticipar su resultado. Una coexistencia duradera de ambos formatos sería perfectamente posible pero los argumentos en favor de uno u otro a veces son empleados a modo de obuses, como si la lucha mencionada fuera real y solo pudiera sobrevivir el vencedor. El argumentario del bando digital tiene a centrarse en criterios prácticos, alegando lo cómodo de llevar toda una biblioteca personal en el bolsillo, la facilidad de realizar búsquedas en obras de referencia o la gratuidad y sencillez del pirateo. Por el contrario, los partidarios del libro impreso suelen recurrir a un romanticismo algo trasnochado y hasta pequeñoburgués, hablando del entrañable olor de los libros —como si algunos tipos de papel no hedieran a infierno— o lo bien que sus colecciones lucen en sus estanterías.

Aunque tiendo a preferir el papel, mis argumentos personales no son mucho mejores ni más meditados. Sobre todo, me inquieta pensar que la posesión de medios digitales prácticamente nos condena a su futura pérdida, a menos que hagamos gala de una disciplina más que férrea en materia de copias de seguridad. Por otra parte, la adquisición de un libro en papel me garantiza ser su completo propietario para hacer con él lo que me venga en gana, como prestarlo o regalarlo. Una biblioteca de caracter tradicional me salvaguarda de acciones como la de Amazon, cuando tras salir a la luz un problema de derechos de publicación procedió a borrar remotamente todas las copias de 1984 presentes en los dispositivos Kindle de sus compradores en los EE. UU.

Narrenturm, por Andrzej Sapkowski
El motivo más irracional por el que prefiero el papel es que los libros electrónicos dificultan mucho saber cuál es la lectura en la que se hallan enfrascados mis compañeros de viaje en el transporte público. Donde antes bastaba con una mirada furtiva hoy es necesario genuino interés, una ubicación que permita atisbar el texto y cierta capacidad deductiva para colegir el título del libro a partir de alguna frase apenas vislumbrada. Si soy afortunado, la aparición de un nombre propio como Lisbeth, Katniss, Arya o el señor Grey proporcionará a mis pesquisas un instantáneo final feliz. Pero, dejando a un lado mi inclinación al fisgoneo, no han sido pocas las ocasiones en las que he mantenido una conversación con un desconocido a propósito de un libro que uno de los dos estuviera leyendo. La última situación de este tipo que he vivido se produjo ayer mismo tras ser interpelado por un joven polaco, sorprendido al verme con un libro de su paisano Andrzej Sapkowski que no pertenecía al ciclo de Geralt de Rivia: se trataba de Narrenturm, una obra que me ha hecho recordar lo que es devorar un libro a pesar de la estupefacción causada por los excesos creativos de un traductor que, si bien no discreto, sí solía ser certero. Me apena considerar la posible desaparición de estos pequeños reductos de la crítica literaria casual, fuente de anécdotas que suelo recordar durante años y con las que probablemente atormente a mis conocidos en demasiadas ocasiones.

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