Tusk: señor Súper
No me considero un gran seguidor de Kevin Smith pero con el tiempo he llegado a ver la mayor parte de su obra. En su momento me perdí Clerks y le correspondió a Mallrats iniciarme en el particular universo de este director y guionista estadounidense. Desde entonces he faltado a muy pocas citas con sus películas, además de haber visto algunos capítulos de Comic Book Men; incluso me he aventurado a leer los escasamente memorables cómics de The Green Hornet guionizados por el propio Smith.
La reciente Red State supuso una ruptura relativamente traumática con la mayor parte de la obra anterior de Smith, caracterizada por el inofensivo costumbrismo friki como una de sus principales señas de identidad. Smith se adentra aquí en terrenos más complejos y narra con bastante tino —y un notable deje corrosivo— una historia en la que un poderoso desasosiego emana de elementos tan reales como el fanatismo religioso o las extralimitaciones de las fuerzas de seguridad. El poso de inquietud dejado por Red State me hizo sentir cierta expectación ante la siguiente obra de Smith, anunciada como una incursión más decidida en el campo del terror con aditivos.
Quizá deba explicar que la combinación de horror y comedia suele inspirarme no poca suspicacia y, cada vez que me enfrento a una película así etiquetada, suelo estar preparado para recibir mucho más de la segunda que de lo primero. Pero en Tusk me he encontrado con situaciones potencialmente terroríficas que, sin embargo, eran constante e irremisiblemente desactivadas y hasta saboteadas por un guion que no sabía a que carta quedarse. Al mismo tiempo, el filme se toma a sí mismo demasiado en serio como para tratarse de una comedia efectiva, aunque los descacharrantes diálogos sobre morsas casi me dejaron patidifuso en alguna ocasión. Su torpe desenlace sirve de apropiado final para lo que comenzó en el podcast de Kevin Smith como una gracieta entre amigotes, y que probablemente nunca debió adquirir tanta entidad como para convertirse en un largometraje que además es el supuesto primer capítulo de una trilogía.
La reciente Red State supuso una ruptura relativamente traumática con la mayor parte de la obra anterior de Smith, caracterizada por el inofensivo costumbrismo friki como una de sus principales señas de identidad. Smith se adentra aquí en terrenos más complejos y narra con bastante tino —y un notable deje corrosivo— una historia en la que un poderoso desasosiego emana de elementos tan reales como el fanatismo religioso o las extralimitaciones de las fuerzas de seguridad. El poso de inquietud dejado por Red State me hizo sentir cierta expectación ante la siguiente obra de Smith, anunciada como una incursión más decidida en el campo del terror con aditivos.
Quizá deba explicar que la combinación de horror y comedia suele inspirarme no poca suspicacia y, cada vez que me enfrento a una película así etiquetada, suelo estar preparado para recibir mucho más de la segunda que de lo primero. Pero en Tusk me he encontrado con situaciones potencialmente terroríficas que, sin embargo, eran constante e irremisiblemente desactivadas y hasta saboteadas por un guion que no sabía a que carta quedarse. Al mismo tiempo, el filme se toma a sí mismo demasiado en serio como para tratarse de una comedia efectiva, aunque los descacharrantes diálogos sobre morsas casi me dejaron patidifuso en alguna ocasión. Su torpe desenlace sirve de apropiado final para lo que comenzó en el podcast de Kevin Smith como una gracieta entre amigotes, y que probablemente nunca debió adquirir tanta entidad como para convertirse en un largometraje que además es el supuesto primer capítulo de una trilogía.
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