School of Rock: contrarrevolución

Una de las visiones del rock que encuentro más difícil de asimilar es la que se esfuerza en retratarlo como una disciplina de carácter monolítico, regulada por múltiples normas y poblada por un número creciente de artistas intocables y discos imprescindibles. Un melómano ya no puede limitarse a cultivar las parcelas de su interés porque el eclecticismo ha dejado de ser una opción personal para convertirse en algo exigible a todo connoisseur. De este modo, cada uno de los álbumes que aparecen entre los quinientos mejores de todos los tiempos según la NME —o en cualquier otra lista de moda— merece nuestra atención y su escucha es exigible, sin importar que prefiramos el punk o el funk: el hipsterismo se ha consolidado como la vertiente musical del pensamiento único.

School of Rock
Este afán por considerar el rock como una rama más del saber puede verse con claridad en una película como School of Rock, que señala los estrechos cauces por los que debe discurrir la música popular y el inmenso número de vacas sagradas que han de ser respetadas por su contribución a la misma. En esta película el rock deviene en una forma de expresión conservadora, rebelde en apariencia pero desprovista de toda capacidad para vehicular mensajes ajenos al discurso dominante y con el gusto por la hagiografía habiendo reemplazado a su antiguo carácter iconoclasta. Es cierto que la música se muestra aquí como una forma de protesta pero al mismo tiempo aparece vacía de contenido, institucionalizada y asimilada por el propio sistema para desactivarla. Y sin embargo School of Rock suele ser considerada una obra inofensiva, con el doblaje del protagonista por Dani Martín como único aspecto negativo que suele mencionarse. Aunque por mi parte encuentro particularmente divertido que el nombre de Siouxsie and The Banshees aparezca escrito en la pizarra de la clase con la misma errata con que solía figurar en tantos flyers de los antros góticos que solía visitar en mi adolescencia tardía.

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