Ruby Sparks: manzanas rojas

Una de las categorías empleadas con menos acierto a la hora de hablar de cine probablemente sea la comedia romántica. Casi cualquier narración que tenga como eje una historia de amor de tono amable —o al menos no abiertamente trágico— es susceptible de ser clasificada bajo esta etiqueta, cada vez más despojada de su valor descriptivo por este tipo de abusos. Aún así, una película como Zack and Miri Make a Porno podría ser considerada con relativo acierto como una comedia romántica al uso a pesar de su sorprendente envoltorio y, sin embargo, sería necesario carecer de todo criterio para hacer extensiva la misma categoría a Don Jon.

Ruby Sparks
Algo similar ocurre con Ruby Sparks, una cinta clasificada como comedia romántica a despecho de un elemento humorístico mínimo y completamente accesorio. Mis prejuicios me hubieran preparado para una historia predecible, convencional y completamente inofensiva que habría preferido ignorar para dedicarme a otros menesteres más interesantes. Sin embargo mi curiosidad despertó al verla mencionada junto a otras obras dedicados a los amores artificiales —en la línea de la algo insulsa Her— y me animé a verla, encontrándome con una interesante aproximación fantástica al ya algo desgastado mito clásico de Pigmalión. Pero el aspecto más notable de Ruby Sparks es que la historia de amor arranca donde la mayoría suelen concluir, con la fase del romance obviada para dar paso a la convivencia y tratando un tema tan interesante como la necesidad de abrazar el cambio propio en lugar de propiciar el ajeno. El desenlace se resuelve con cierta torpeza, consistiendo en un deus ex máchina que proporciona el esperable final feliz.

A pesar de todo algunos detalles menores resultan difíciles de digerir, como el hecho de que las únicas referencias literarias manejadas por un escritor estadounidense sean tan evidentes como Salinger y Fitzgerald. También resulta estridente el uso de product placement para retratar a los personajes a través de la tecnología que emplean, con el protagonista utilizando un iPhone como única opción posible para una personalidad creativa mientras que su hermano, un gris ejecutivo, emplea una BlackBerry mostrada fugazmente. Tampoco creo que hoy existan demasiados escritores que ejerzan su oficio con una máquina de escribir por toda herramienta, por mucho amor por lo analógico que se posea (o se quiera afectar). Pero esta manida imagen del escritor aporreando tan ruidoso artilugio será dejada de lado al final de la película, cuando nuestro héroe decide reemplazarlo por un MacBook y así contribuir a la cansina mitología creada en torno a Apple.

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