Infumables
En plena adolescencia una amiga con inquietudes literarias solía hablarme de una categoría especial que había creado, pensada para aquellos escritores de genio universalmente reconocido pero que dudaba que jamás leyera. Las causas de esta negativa eran diversas pero en lo esencial se reducían a una buena dosis de desgana juvenil sumada a los prejuicios más infundados, sin olvidar una saludable actitud iconoclasta que, en tanto antesala del pensamiento crítico, es necesario cultivar.
Esta galería de infumables —así los llamaba ella— era fluida y se expandía y contraía a menudo en función de unos intereses en constante evolución. Autores como William Faulkner o John Steinbeck podían estar incluidos un día, salir del gueto al siguiente y reincorporarse con posterioridad, según las mareas cambiantes de sus apetencias. Pero en aquella lista de infumables algunos escritores tenían garantizado un puesto que entonces se nos antojaba inamovible. Thomas Mann y James Joyce capitaneaban la colección, alzándose como titanes sobre la ciclópea envergadura de La montaña mágica y Ulises, que por entonces nos parecían el non plus ultra de los tostones. Pero Marcel Proust solía requerir mención especial en nuestras conversaciones literarias: En busca del tiempo perdido nos inspiraba un temor casi reverencial porque no se limitaba a ser un libraco bien gordo sino que consistía en toda una serie de ellos.
En general he mantenido la costumbre de resistirme a leer la mayoría de aquellos falsos infumables pero unos cuantos han llegado a hacerse un hueco en mi biblioteca. Hace tiempo que Steinbeck es un viejo conocido y cito a Thomas Mann a menudo, aunque mi contacto con él se circunscriba a La muerte en Venecia. Pero a pesar de haber leído sagas de extensión insondable Proust continúa inspirándome una tremenda pereza y no creo que nunca llegue a aproximarme a él de manera voluntaria. Y sin embargo, hace ya unos años que mi interés en la ciencia ficción clásica ha cercenado el tiempo que dedico a los clásicos en general y a veces echo de menos llevar bajo el brazo uno de esos tomos que atraen más miradas de aprobación que de condescendencia. Quizá este invierno debiera atreverme con Joyce antes de que el papel de mi ejemplar de Ulises amarillee aún más; así podría servirme para otra cosa que hacerme sentir culpable por los libros comprados y todavía no leídos.
Esta galería de infumables —así los llamaba ella— era fluida y se expandía y contraía a menudo en función de unos intereses en constante evolución. Autores como William Faulkner o John Steinbeck podían estar incluidos un día, salir del gueto al siguiente y reincorporarse con posterioridad, según las mareas cambiantes de sus apetencias. Pero en aquella lista de infumables algunos escritores tenían garantizado un puesto que entonces se nos antojaba inamovible. Thomas Mann y James Joyce capitaneaban la colección, alzándose como titanes sobre la ciclópea envergadura de La montaña mágica y Ulises, que por entonces nos parecían el non plus ultra de los tostones. Pero Marcel Proust solía requerir mención especial en nuestras conversaciones literarias: En busca del tiempo perdido nos inspiraba un temor casi reverencial porque no se limitaba a ser un libraco bien gordo sino que consistía en toda una serie de ellos.
En general he mantenido la costumbre de resistirme a leer la mayoría de aquellos falsos infumables pero unos cuantos han llegado a hacerse un hueco en mi biblioteca. Hace tiempo que Steinbeck es un viejo conocido y cito a Thomas Mann a menudo, aunque mi contacto con él se circunscriba a La muerte en Venecia. Pero a pesar de haber leído sagas de extensión insondable Proust continúa inspirándome una tremenda pereza y no creo que nunca llegue a aproximarme a él de manera voluntaria. Y sin embargo, hace ya unos años que mi interés en la ciencia ficción clásica ha cercenado el tiempo que dedico a los clásicos en general y a veces echo de menos llevar bajo el brazo uno de esos tomos que atraen más miradas de aprobación que de condescendencia. Quizá este invierno debiera atreverme con Joyce antes de que el papel de mi ejemplar de Ulises amarillee aún más; así podría servirme para otra cosa que hacerme sentir culpable por los libros comprados y todavía no leídos.
Comentarios
Publicar un comentario