Dichosos festivales

A pesar de mi afición a la música en directo nunca he sentido demasiado interés por los festivales y muy rara vez he llegado a asistir a alguno. Con el tiempo incluso he llegado a cultivar algo de inquina hacia ellos, contemplándolos como uno de los motivos por los que ciertos grupos no recalan en Madrid o la causa de que la ya depauperada oferta de conciertos en mi ciudad se encoja hasta la casi inexistencia al llegar el verano. En particular, las giras de las bandas foráneas de talla «mediana» son constantemente canibalizadas por los festivales veraniegos y muy a menudo su presencia en uno de ellos constituirá su única actuación de ese año en nuestro país, para desconsuelo de muchos.

Festival de Monterey
Sin embargo, hace ya algún tiempo que están surgiendo visiones más críticas que abordan el fenómeno de los festivales desde puntos de vista sociales o económicos, sin limitarse al aspecto cultural ni dar por sentado que se tratan de la gran fiesta musical que pretenden ser. Últimamente he tenido ocasión de leer diversos textos que desmontan algunas de las ideas más extendidas sobre los festivales: ni son espectáculos realmente destinados a la gente joven —la media de edad de los asistentes a festivales británicos rebasa holgadamente la treintena— ni la música es el principal reclamo para un público atraído en su mayor parte por otras razones. En buena medida los festivales se han convertido en eventos corporativos, dirigidos a un público objetivo con un nivel elevado de renta disponible. Y en un mundo en el que nos definimos cada vez más a través de nuestros hábitos de consumo la asistencia a festivales ha pasado a ser un nuevo símbolo de estatus, particularmente entre los grupos sociales más aquejados de ese mal moderno al que se le suele dar el nombre de «peterpanismo».

Es posible considerar los festivales como una forma de ocio perfectamente legítima y desde luego que no pienso que se limiten a ser una invención surgida del averno (o del capital, vaya). Pero sí encuentro molesto que se los considere como la máxima expresión de la música en directo, unos acontecimientos a los que hay que acudir so pena de ser mirado por encima del hombro por cualquier esnob. Personalmente me encuentro más cómodo en otro tipo de concierto, quizá de aspiraciones más modestas y carácter más reducido, pero tan eminentemente disfrutable como cualquier evento costero aunque a ojos de la mayoría no se trate de una cita obligada.

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