Con piel de lobo

Una molesta tendencia de buena parte de la narrativa actual es prolongar su extensión más allá de lo necesario, introduciendo elementos secundarios que poco hacen por aumentar la profundidad pero sí añaden duración. Y no es que suela hacerle ascos a las obras extensas pero la inversión en tiempo necesaria para disfrutarlas hasta el final a veces resulta difícilmente justificable. Esas trilogías de literatura fantástica que Timun Mas editaba por docenas hoy se han convertido en tetralogías y hasta heptalogías. Películas como la irrelevante Transformers se aproximan a la marca de las dos horas y media. En el prólogo de The Walking Dead Robert Kirkman expresa su anhelo de escribir una saga de zombis que no termine nunca. Las últimas partes cinematográficas de Harry Potter y Crepúsculo han experimentado una inexplicable mitosis y por si fuera poco, en ambos casos se han lanzado globos sonda sobre hipotéticas continuaciones o spin-offs. Y no podemos pasar por alto que Perdidos precisó de seis temporadas para dejarnos a verlas venir.

Estos ejemplos y otros similares son los que me han hecho experimentar algo parecido al agradecimiento mientras veía American Horror Story, que en un alarde de concisión había prometido narrar una historia completa en una única temporada. La serie es disfrutable y hasta sorprendente por momentos a pesar de lo evidente de sus influencias, lo derivativo de su guión y la ocasional pirotecnia de su fotografía, compensando estos problemas con algunas notas de originalidad bastante perturbadoras. Y sin embargo la trampa que tiende su supuesta brevedad es demasiado obvia: en lo esencial, American Horror Story se trata de una historia de casa encantada de corte más bien clásico, de las que antes podían ser contadas en un único largometraje aunque ahora hayan sido necesarios doce capítulos. Lo que parecía tratarse de una pequeña historia en realidad sufre del mismo abotargamiento de la trama que tantas otras.

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