¡No desperdiciéis los últimos siete días!

En ocasiones me pregunto acerca de los motivos por los que ciertos términos de significado inicialmente limitado terminan por pasar al lenguaje cotidiano en nuevos contextos. Es el caso del término épico, esquivo epíteto con el que antaño sólo nos topábamos al estudiar la obra de Homero o quizá en la contraportada de alguna novela de las de espada y brujería. Y sin embargo este adjetivo se ha convertido hoy en una eficaz muletilla, tan insustituible para describir competiciones deportivas como lo es dantesco para hablar de escenarios de catástrofes.

Pero a pesar de alguna semejanza superficial, el aumento del uso del término postapocalipsis es esencialmente distinto: no es que su significado se haya extendido hasta abarcar elementos inanes, más bien se trata de una creciente presencia en nuestras vidas del concepto originalmente referenciado. El subgénero de la ciencia ficción que se ha venido denominando postapocalíptico gozó de gran popularidad durante la Guerra Fría como una expresión más del pánico nuclear. Pero el miedo a la amenaza atómica pareció desaparecer casi por completo de la mentalidad occidental durante la última década del pasado siglo, con el cambio climático pasando a ocupar desde hace unos años ese lugar de honor entre nuestros temores. Quizá éste es el motivo por el que el postapocalipsis vuelve a aparecer en medios de comunicación y entretenimiento con mucha más fuerza de la que tuvo en los años noventa y casi llegando al nivel alcanzado en los años ochenta. En esta línea podemos apreciar la buena acogida de la versión cinematográfica de La carretera de Cormac McCarthy o la revitalización de la saga de videojuegos Fallout, cuyas últimas entregas han gozado de un mayor éxito comercial que sus mucho más ilustres predecesoras.

A canticle for Leibowitz Sin embargo, la ciencia ficción postapocalíptica escrita durante la Guerra Fría ofrece un encanto difícilmente igualable, probando una vez más que todo - hasta la bomba atómica - es susceptible de convertirse en objeto de nostalgia. Y aunque un clásico como La Tierra permanece de George R. Stewart narra un final de la civilización debido a causas naturales, son estos finales violentos provocados por el hombre los que han hecho una presa más firme en mi imaginación. Por supuesto, no puedo evitar pensar en el excelente Cántico por Leibowitz de Walter M. Miller, originalmente una compilación de tres narraciones breves pero que se lee más bien como una novela de gran densidad temática en la que el principal protagonista es la propia humanidad. Por desgracia, tampoco puedo evitar pensar en lo absurdamente difícil que a veces resulta conseguir ediciones en castellano de ciertos clásicos de la literatura, ciencia ficción o no.

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