Estandartes harapientos

En el ámbito de la música pop hay numerosos artistas de los que se habla con reverencia de manera casi universal, cuya sola mención basta para revestir a quien los cita con un aura de sabiduría y buen gusto. Y sin embargo a veces no puedo evitar tener la sensación de que estas vacas sagradas son sacadas a relucir mucho más a menudo de lo que se escuchan sus canciones.

El caso arquetípico del que no puedo dejar de hablar es Joy Division, un grupo que vuelve a estar de moda casi treinta años después de su desaparición gracias a la reciente película de Anton Corbijn, el aún más reciente documental de Grant Gee y las comparaciones más o menos afortunadas con grupos como Interpol, Editors y otros. La reivindicación de Joy Division no es un fenómeno nuevo pero ha alcanzado nuevas cotas durante la presente década y por fin parece que hayan dejado una huella sonora audible y casi palpable. De hecho se ha llegado a producir un curioso efecto rebote, con grupos como White Lies cargando con ardor iconoclasta contra el mito de Joy Division, afirmando que no les parecen tan buenos y que eran ampliamente superados por algunos de sus coetáneos.

¿Pero queda alguien que escuche la música de Joy Division? Sus discos han sido suficientemente reeditados y con la publicación de Heart and Soul es posible adquirir todo su material de estudio (con el añadido de unas cuantas grabaciones en directo y rarezas) en un único paquete. Pero a lo largo de los años he conocido a muchas personas que decían no disfrutar con la música de este grupo y es algo que hasta cierto punto encuentro comprensible. La elogiada labor de producción de Martin Hannett tiene poco que ver con las florituras sónicas que se prodigan actualmente y es perfectamente posible que un oyente no consiga encontrar el camino que le lleve a la sustancia oculta entre tanta crudeza. No es un crimen que a alguien no le guste esta banda de Manchester pero aún hoy yo creo en la plena vigencia de su propuesta.

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